Si los baobabs junto con los lemures son los emblemas de Madagascar, la Avenida de los Baobabs quizás sea el lugar más fotografiado, más idílico, un lugar que no se repite en ningún lugar del mundo.
Todo lo que hay alrededor de esta avenida natural, más producto de la madre naturaleza que la mano del hombre. La vida sigue pasando cada día para los lugareños, quizás los nuevos personajes del lugar seamos aquellos que lo visitamos cámara en mano, pero es que este sitio es increíble.
Nosotros pasamos en dos ocasiones por este lugar, por el camino de tierra que va dejando majestuosos baobabs a cada lado de la carretera. La primera vez fue una mañana camino del Grand Tsingy, otro lugar increíble en Madagascar.
En esa ocasión, mirábamos por la ventanilla del 4×4 maravillados con los baobabs, majestuosos, estirándose hacia el cielo, como si sus ramas fueran los dedos de una mano poblada en exceso. Enormes, altos, anchos, mucho más espectaculares de lo que ya parecen en las imágenes que habíamos visto. Hasta que no nos dijeron que estábamos en esta maravillosa avenida no nos dimos cuenta, y es que este lugar es siempre espectacular, pero mucho más cuando el sol empieza a caer detrás de los baobabs.
Durante el día, el camino que transcurre entre los baobabs es un tranquilo ir y venir de malgaches. No hay que olvidar que no se encuentra muy lejos de Morondava, una de las ciudades más pobladas de Madagascar, pero además es el camino que tienes que hacer cuando te diriges al Grand Tsingy.
Así pues, todo el día es un ir y venir de cotidianidad. Pero cuando el cielo empieza a perder luz, otro espectáculo comienza.
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Mentiría en este relato si no dijera que sentí bastante frustración cuando llegué hasta la Avenida de los Baobabs cuando empezaba a atardecer. Si bien es cierto que en Madagascar a penas hay turismo, también es cierto, que casi todos (obviamente me incluyo) nos concentramos en los mismos sitios y en los mismos momentos.
Bajar del 4×4 y empezar a ver decenas (quizás no llegábamos a los cien turistas) de turistas destrozándome esta foto perfecta que buscaba, esa imagen mágica de los atardeceres que sólo África te regala. Blancos y más blancos con sus cámaras, que de repente aparecían delante de mí.
No quise que esa situación fuera lo que quedara en mi recuerdo ni en mi retina, así pues que en vez de buscar los baobabs, busqué qué pasaba alrededor, más allá de las niñas que te vendía una foto junto a un camaleón secuestrado. O los puestos vendiendo a turistas los frutos del baobab, parecidos a un coco pero de un tacto aterciopelado.
Junto a la Avenida había un improvisado campo de futbol donde una veintena de chavales jugaban al futbol en uno de los escenarios más idílicos que se puedan encontrar sobre la tierra. Para ellos no existían los baobabs, ni los turistas ni nada que no fuera correr detrás del balón y disfrutar.
Ellos lo vivían diferente a como nosotros vivíamos ese lugar, esos momentos. Así pues, decidí disfrutar de un partido de futbol improvisado en un atardecer tan esperado.
Aún así, busqué los posibles ángulos dentro de la Avenida de los Baobabs donde no aparecieran personas blancas, e incluso que no aparecieran personas, y que sólo la naturaleza fuera realmente la protagonista.
Cuando los últimos rayos de sol iluminaban el campo de futbol improvisado, se iban retirando los futbolistas y las imágenes más bellas de las siluetas de los baobabs se iban fundiendo conforme el sol se iba escondiendo detrás de ellos.
Los únicos ruidos eran los clicks de las cámaras de fotos, y algún “ohhh!” que otro.
Un espectáculo único, en un lugar increíble. A nuestro guía le pregunté si siempre estaba así el lugar, me dijo que no siempre, que era cuestión de suerte. No sé qué hubiera sentido si ese momento lo hubiera vivido sin turistas, o sólo alguno, pero aún así, creo que es un sitio que se debe disfrutar al menos una vez en la vida.
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